Por: Luis Toleto Sande
De fondo, Lola Rodríguez de Tió disfruta la interpretación de “La borinqueña” por su compatriota Ana Otero, y lee la semblanza que José Martí le dedicó a la pianista en el Patria del 20 agosto 1892.
Por suscribir la digna carta que reclama el fin del bloqueo y demás expresiones de hostilidad del gobierno de los Estados Unidos contra Cuba, y que lleva la firma de numerosas personas relevantes del mundo se ha ensañado contra María de Lourdes Santiago, senadora por el Partido Independentista Puertorriqueño, la campaña —de odio y rabia— con que el imperio y sus sirvientes pretenden satanizar a Cuba y a quienes la defienden.
El presente artículo, que elogia sin reservas, porque lo merece, a esa digna hija de Puerto Rico, no intenta defenderla. La defienden su conducta y la claridad y la decencia de sus pronunciamientos, y ella misma, con su altura, ha encarado las burdas acusaciones que se le han hecho. Lo que aquí se diga remite al enraizamiento histórico y el valor actual de la actitud de la enhiesta independentista.
Para cubanos y cubanas de ley, respetar y admirar a quienes, como María de Lourdes Santiago, buscan la independencia de su patria, sojuzgada por los Estados Unidos desde 1898 —año en que esa potencia se apoderó también de Cuba, y la mantuvo uncida a su yugo hasta el 1 de enero de 1959—, es cuestión de justicia y familia. Tiene cimientos en la siembra antillana desarrollada por Eugenio María de Hostos, Ramón Emeterio Betances, Pedro Albizu Campos y otros hijos de Puerto Rico, e hijas igualmente recordadas aquí, aunque en tan poco espacio no cabe nombrar más que unos pocos ejemplos.
Son nexos que abonaron definitivamente dominicanos como Máximo Gómez, y cubanos en cuya cima se situó y vive José Martí, quien, junto a luchadores de esos pueblos —los hubo que combatieron y murieron en las guerras por la liberación de Cuba—, fundó el Partido Revolucionario Cubano para alcanzar, como se lee en las Bases de esa organización, “la independencia absoluta de la Isla de Cuba, y fomentar y auxiliar la de Puerto Rico”. No es fortuito que María de Lourdes Santiago sea una fiel y esclarecida seguidora del pensamiento de Martí, ni que su verticalidad patriótica e internacionalista sea blanco de la tirria de quienes sirven al imperio.
Terribles son las señales —ubicables en logros fatídicos de la ofensiva imperialista en el terreno de las ideas— de que la enfermiza aversión puede influir contra la unidad que al movimiento independentista en Puerto Rico le urge labrarse en su lucha contra la potencia que mantiene a su país sometido a régimen colonial. Subterfugios y engaños, y quienes sucumban a ellos, puede haber muchos, pero la realidad colonial de aquel pueblo está a la vista. La han subrayado hechos tan groseros como la desfachatez de un césar que le lanzó rollos de papel higiénico, en vez de propiciarle el apoyo necesario frente a una catástrofe natural cuyas secuelas aún se hacen sentir allí. Y la grosería de aquel césar no es una anomalía, sino expresión orgánica de la dominante potencia imperialista.
Duele pensar que haya quienes le echen en cara a la digna senadora el “costo político” que su defensa de Cuba pudiera significar para la causa que ella ejemplarmente representa. Quienes crean que deben tener como norma no molestar al imperio ni a sus cómplices o abducidos, no podrán ayudar a conquistar la justicia. Eso lo tiene claro —su actitud y su palabra lo confirman— quien sabe que no se ha de ocultar como si fuera una mancha la voluntad de apoyar a Cuba, y cuantos pueblos lo necesiten, contra los designios del imperialismo.
Cuba no desconocerá el gesto de María de Lourdes Santiago: lo tiene y tendrá en cuenta, no solo ni fundamentalmente por gratitud, aunque esta figure entre las virtudes más nobles que la especie humana debe cultivar, junto con “los oficios de la alabanza” de que habló Martí. Cuba reconoce en la hermana puertorriqueña una luchadora de la estirpe de Lolita Lebrón, quien no por gusto le profesó a la corajuda joven la simpatía y el cariño con que la honró, de sesgo a la vez ideológico y maternal, y con la seguridad de que no sería defraudada.
Tanto la heroína ya fallecida como quien sigue su ejemplo confirman que Puerto Rico tiene entre sus mayores baluartes a sus mujeres. Esa idea la tuvo clara Albizu Campos, quien lo mostró reiteradamente, como al designar a Lolita Lebrón para encabezar, al frente de varones de pelea también heroicos, la acción llevada a cabo en 1954 contra el Congreso de los Estados Unidos con el fin de llamar la atención sobre la realidad de su patria. La finísima y espiritual puertorriqueña cumplió esa misión con la firme claridad que lanzó contra sus captores: “Yo no he venido a matar nadie, yo vine a morir por Puerto Rico”.
Para Cuba la causa de la independencia de ese pueblo es cuestión de honor, de familia, vale reiterar. Frente a maniobras con que inútilmente la criminal potencia imperialista intentó que Cuba abandonara su apoyo a las causas de los pueblos, como “la independencia de Puerto Rico, derecho que nosotros hemos defendido históricamente”, Fidel Castro dejó bien sentada la posición cubana: “Tenemos vínculos históricos, morales y espirituales sagrados con Puerto Rico”.
De ahí su respuesta a los gobernantes de la potencia imperialista: “mientras haya un puertorriqueño que defienda la idea de la independencia, mientras haya uno, tenemos el deber moral y político de apoyar la idea de la independencia de Puerto Rico. Y cumpliremos ese deber moral y político. No necesitamos que haya tres puertorriqueños, o tres millones que defiendan la independencia, nos basta que haya uno, y se lo hemos dicho muy claro, que ese es un problema de principio, ¡y con los principios nosotros no negociamos!”
Desde esa tradición recibe y aprecia Cuba la actitud de María de Lourdes Santiago. Ella, por su parte, encarna también como cualidad de la mujer lo que Albizu Campos sostuvo de modo genérico para el hombre: “su primer valor es el valor”.
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